
LA       ANGUSTIA DE LAS INFLUENCIAS: ENIGMA TORNASOL.
       
       
                           "Cuando el pensamiento se           desprende de sus raíces, el ser ve claro, interpreta en sí el sentido de un lenguaje           simbólico o mítico que desea traducir este contacto. Hace lo posible por moverse en           torno a esta lucidez y ordena el golpe que viene desde el país de adonde."
         
       
                Rosamel del Valle 
       
       La tercera dimensión de la       realidad es la palabra. Habitamos no sólo el tiempo y el espacio, sino también los       parajes de la imaginación, y el tránsito inevitable entre ellos. La angustia de las       influencias es un nombre que designa una de las experiencias estéticas fundamentales de       un autor, un fenómeno que necesita de la lectura y dispone de las implicancias vitales       que ésta representa. Se trata de un tránsito doble: en primer término la       tergiversación que el yo real infringe a la obra y, en segundo lugar, la huella que las       palabras de otro dejan como un residuo permanente en el que lee. La voz de alguien parece       hablarte a ti detrás de las palabras. 
       Mis primeras lecturas fueron       narrativas. Sin duda el espíritu de lo imaginario, el ángel necesario de Wallace       Stevens, se encontraba allí, pero al mismo tiempo se alejaba en esas páginas tras una       distancia que he vuelto a sentir en toda obra -cual más, cual menos- que pretende hacer       participar al lector de una ilusión de realidad exterior. Detrás de esas palabras no       había una voz que me hablara. Sólo creí oírla cuando me acerqué al primer libro de       poemas que cayó en mis manos: el Romancero gitano de Federico García Lorca, editado en       compañía del Cante Jondo. Inmediatamente supe que aquella forma de obrar con la palabra       se dirigía a mí. Luego vinieron mis lecturas de Residencia en la tierra de Pablo Neruda       y Poeta en Nueva York del mismo García Lorca, dos libros que continúan persiguiéndome       hasta hoy, al igual que las figuras de ambos autores. Poco después aparecieron Vicente       Huidobro y Arthur Rimbaud. Luego Pablo de Rokha, José Lezama Lima, Gonzalo Rojas, Pier       Paolo Pasolini, Enrique Lihn, sólo por nombrar a los primeros. 
       Tardaría mucho en describir con       precisión todo aquello que en esas lecturas fue para mí concreto y fundamental. Esas       palabras entraron en mí como una fluencia continua de ritmos e imágenes sin la que nunca       he escrito un poema que me parezca de algún valor. Una fuerza que habitaba los lugares       que yo desconocía de mí mismo y los iluminaba haciéndolos propios, a la vez que los       evidenciaba ajenos, ese sitio movedizo y extraño que desconocemos pero que nos expande y       nos delimita y que muchos suelen nombrar con palabras aledañas al concepto de lo       subconsciente, pero que yo llamaré voz. Esa fuerza aún desconocida hizo de mí otro, ese       otro que a veces vuelve cuando yo lo llamo y también cuando no lo hago, a hablar por mí.       Ese estado interior no me era totalmente desconocido, pero su materialidad había sido       diferente. En la infancia de la prelectura solía poner atención a fenómenos que los que       me rodeaban consideraban inútiles: silbidos, melodías, el ruido de la lluvia, del mar,       el enigma de los árboles y el zumbido de los insectos se asemejaron después a esas       formas: cadencias, prosodias, giros de lenguaje, imágenes, consonancias y disonancias       provenientes de mis primeras lecturas representan en mi conciencia el instante de lo       primordial, la fundación de mí mismo, y continúan siendo las únicas que intento emular       hasta ahora, aquellas que oscuramente vuelven no a adornar una lengua poética sino a       constituirla en su materialidad primordial. Pocas cosas se han agregado posteriormente a       este pequeño reducto que fundamenta mi personalidad, fija en el lugar del asombro       adolescente. 
       Si hablo de la influencia de       algunos poetas en un poeta, al menos en mi caso, debo decir que antes que sistemas de       pensamiento, proposiciones filosóficas, manifiestos estéticos, mensajes ideológicos, lo       que ha permanecido en mí son esas partículas de las primeras lecturas, aquello que aún       llamo poesía por una serie de elementos que reconozco: al mismo tiempo habitantes de mi       interior que pobladores de un lugar distante. Las lecturas que permanecen en mí, aquellas       que ya he declarado, no oscilan, como se ha dicho tantas veces, entre el desorden absoluto       del discurso y la claridad que se transparenta para comunicar algo, las contradicciones       más comunes y vulgares del pensamiento poético. El irracionalismo representa un modo de       convivencia con la palabra de una radicalidad distinta, donde a un enigma, a una       formación material misteriosa, se le otorga una forma estricta: el comportamiento del       azar es de por sí inaprensible para los sentidos, pero cuando se establece de manera       concreta se presenta como un fenómeno regido por una ley exacta, la "cantidad       hechizada", como afirmaba José Lezama Lima, "esto y esto y esto" al decir       de Juan Larrea. El poema como una maquinaria de origen desconocido, los engranajes de la       oscuridad sólo visibles en su exactitud sin pauta, imanes donde el vértigo se pone en       movimiento. 
       Poseo una confianza desmedida en       la materia de lo desconocido que me habita. Las palabras de Juan de Yepes, llamado de la       Cruz: "No te quieras solazar en lo que entendieres (...), sino en lo que no       entendieres", ayudan a comprobar la inexistencia de los límites del territorio de la       poesía, cuyas aduanas algunos declaran inexpugnables y otros describen como puertas hacia       el país de la inexistencia, el vacío, la locura y la superstición. W.H. Auden, quien       creía que el poema era una condensación de fuerzas desconocidas, escribe una de las       alegorías más admirables, desde mi punto de vista, de la trasgresión necesaria a todo       arte: el lector, el horror y el temeroso advierten al caminante sobre los peligros del       paisaje que va a descubrir, cifrando el estigma en la frente del aventurero como un       señuelo para los cazadores. "Fuera de esta casa. A ti, horror, es a quien       buscan", responde el jinete a los aduaneros de turno "al dejarlos allí, al       dejarlos allí". El viajero se aleja del poema y se pierde de vista. ¿Por qué no       internarnos en la oscuridad y tomar distancia de tan afamados predicadores? Las únicas       condiciones de representación y legibilidad de las que puedo dar cuenta dicen relación       con el retrato detallado de la imaginación y la alteración de las percepciones ante las       evidencias de una realidad revelada en su multiplicidad material. 
       Esas cadencias y esas imágenes       que sobrevivieron en mí como silbidos o visiones se proyectaron sobre un paisaje, pero un       paisaje del cual no contemplé la superficie sino la forma de su materia y el espíritu       que allí duerme sin descansar. Desde mi primer poemario, La noche venenosa, publicado en       Concepción en 1987, existe en mi escritura una fluencia desde lo irracional que desea       descubrir y ponerse en contacto con esa fuerza reprimida en el cuerpo de la materia.       Quizá ese movimiento premoral y multívoco de mi deseo -la identificación posible e       imposible del sujeto con los sentidos, muchas veces indescifrables, que pueblan los       cuerpos y las cosas- intente franquear uno de los abismos fundamentales que acompañan a       la distancia entre palabra y objeto, la lejanía del sujeto con respecto a la realidad       plural de lo existente. La poiesis se me ha revelado como un estado de por sí       contradictorio, más bien, como el estado puro de la confusión. Un enfrentamiento       constante que sostiene la tensión entre ese impulso y el obstáculo que crea su       imposibilidad, es decir, entre lo que puedo llamar recuerdo del abismo de lo infinito y su       anulación a través del nacimiento del sujeto a su propia condición histórica. 
       A partir de ese instante alguien       existe como sujeto concreto, alguien que recuerda la totalidad y transmigra en la       imaginación para ser otro. Paradójicamente, sólo la existencia otorga noción de este       movimiento y de esa antigua unidad. Dentro de este ámbito existir puede ser una       condenación. Al constituirse a través de la matriz de la forma, el sujeto se aleja del       origen y debe comenzar a elegir, negándose a las demás alternativas, es decir, debe       asumir el principio estable de la moralidad. El infinito se ha vuelto pérdida y la       existencia se consuma en la linealidad. "Debe el hombre elegir entre perderse y       salvarse; pero si elige está perdido", escribió el poeta José Viñals,       desmantelando con un cínico silogismo la lógica existencial de la cohersión. En la       mayoría de los poemas que he escrito creo haber encontrado huellas de esta condenación       que precede a las opciones históricas: "si ya se derramó mi sangre en un nido       furioso de riachuelos pardos,/ si ya se derramó mi sangre latiendo dentro de una arena       que es mi propia sangre,/ si ya se vertió la leche de los hijos sobre la misma bandeja       donde fueron devorados". Sin embargo, la pulsión que conduce a identificarse con la       materia pervive en los subterráneos de la forma, la crea y la destruye: el "rayo       fósil" de la persona. El sujeto deseante asume la devoración de todo aquello que lo       rodea como un intento fallido de apoderarse de la totalidad por la palabra: "Cuánto       amo todavía mis orejas como imanes de una fertilidad que no cabe en mi boca".       Quizá, el terror a la inexistencia domina y conduce el movimiento principal de       identificación con la materia que puede ser hallado, creo yo, en cualquier artista que       haya encontrado el punto de fuga del azar. Para todos es evidente que lo que ahora es,       pudo no haber sido o haber existido de otra manera. Severo Sarduy, por ejemplo, lee los       signos provenientes de ese ámbito desde la historia hacia la posibilidad: "Como si       de todos los jeroglíficos de la muerte el más angustioso fuera el de no haber       nacido", escribe.
       La voz poética, puedo afirmar a       partir de mi experiencia de lectura y de escritura, proviene de un sustrato del deseo que       no puede juzgarse en tanto moral e inmoral, sino que es anterior a ambas polaridades. El       contacto con la materia de lo desconocido se encuentra en constante conflicto con la       historicidad del sujeto. Cuando elige una forma y ésta le es otorgada, la voz se vuelve       otra y se enfrenta con las formalidades preestablecidas de la lengua poética que la       sostiene, de la cual sin duda ha provenido. El pensamiento que sostiene el discurso es su       segunda víctima necesaria. El poema acepta sólo el pensamiento que su propia voz       desarrolla. Cualquier intención previa del autor es expulsada. Si se acepta la voz del       poema como un sustrato previo al pensamiento no comprometido con la materialidad de la       palabra, se hace efectiva la trasgresión a un arte de la comunicación que busca       construir un mensaje de lo preconcebido y espera de los receptores la aceptación de un       material decodificable. La letra que sostiene la búsqueda de lo desconocido, el       fundamento sin nombre, el huevo órfico donde se esconde el mundo, el tokonoma, imagen del       vacío y de la plenitud, oscila entre la ilegibilidad y la revelación. 
       La autonomía de la obra       literaria, una conquista estética de Óscar Wilde, fundamento de la poesía       contemporánea, es, para mí, irrenunciable. Creo que el discurso poético no debe parecer       real, sino que debe serlo: el poema constituye su propia realidad, la que, sin embargo,       muchas veces es encubierta por el espejismo de las referencias. La experiencia citada se       encuentra por el sólo hecho de ser invocada, dentro del poema. Intento llevar el       fundamento de esa materialidad al extremo, donde toda referencia, incluso el significado       estricto de cada palabra, sea imaginada en el discurso. No hablo de una voluntad       experimental: se trataría de una ilusión técnica si se piensa que el sitio final de ese       camino ha sido ya descubierto (pienso en los extremos a que llevaron al poema en nuestra       lengua Vicente Huidobro, Rosamel del Valle y Juan Luis Martínez). Estoy convencido que no       existe una naturaleza humana totalizante, pero creo que cada individuo posee una       naturaleza particular. Del mismo modo no creo que exista una lengua poética de la que son       deudores todos los poemas, sino que cada poema establece un código propio que representa       su sistema y que luego se incorpora al ideolecto del autor. Desde este punto de vista he       adoptado sólo una doctrina estética, que parte de la certeza de que aquello que escribo       bajo la forma de un poema no me pertenece. Intento abandonar cada poema a su propia habla,       me esfuerzo en descubrir aquella gramática que le otorga una naturaleza particular y       obedecerla. 
       Si para algo debe servir una       ocasión como ésta es para declarar la propia pertenencia y debatir sobre los alcances y       posibilidades de cada estética. Comenzaré por hacer lo propio. Esas imágenes y       prosodias que me otorgan materia, corresponden a poéticas que se construyen sobre lo que       muchos han calificado como el exceso connatural a nuestra lengua poética, la lengua       castellana. Creo que la grandeza de un proyecto estético no debe medirse a partir del       logro o el fracaso de sus intenciones -uno de los pilares fundamentales de cualquier       descalificación crítica- sino juzgarse en base a su productividad. Sin duda el español       es rico en tales fracasos literarios: Luis de Góngora, José Lezama Lima, Juan Larrea,       Vicente Huidobro, Rosamel del Valle, y además resumidero de grandes maquinarias de       lenguaje también supuestamente fallidas según los cónsules de la posmodernidad y los       edecanes del neoclasicismo: Saint John Perse, André Breton, Paul Celan y Ezra Pound. Mi       prueba de fuerza fue y sigue siendo acercarme a esas enormes lecturas de nuestro lenguaje       y desde allí constituirme. Devoración y asimilación. El primer límite que intento       abordar es la propia lengua. La lengua materna es la que alberga al lenguaje en su       materialidad sonora e imaginística más propia e intensa; no la traducción. Toda gran       traducción ha sido posible, históricamente, gracias al dominio de la lengua que va a ser       receptora de una nueva versión. Sin embargo, creo que Ezra Pound fue lúcido al declarar       que la traducción, en un sentido amplio del término, es fundamental: la apropiación de       las particularidades discursivas de la lengua extranjera ayuda a distanciar la perspectiva       de la propia lengua. 
       Me someto a la sabiduría de       Pound sobre esta materia para intentar deponer un mito de la crítica chilena       contemporánea: se suele afirmar que la poesía chilena de este siglo constituye una sola       línea tradicional unida por características estéticas independientes a los sucesos       históricos que la componen. Sin duda es fácil descubrir continuidades, pero la       diversidad de nuestra poesía sólo ha podido parecer una unidad independiente a través       de un meticuloso trabajo de ocultamiento. Una vez más nos encontramos con aduanas y       extranjerías. Muchos poetas pagaron -algunos lo siguen haciendo- el precio de las       influencias extranjeras y de las relaciones con sus contemporáneos: Vicente Huidobro,       Eduardo Anguita, Humberto Díaz-Casanueva, Braulio Arenas, Gonzalo Rojas y, por supuesto       Rosamel del Valle, han sido calificados, no de muy buena manera, de excéntricos. Lo que       quiero decir es que la poesía chilena de este siglo parece ser por sobre todo inseparable       de los movimientos de la poesía contemporánea y sus particularidades son producto de       cada uno de los sujetos que la conforman, no de una naturaleza general. El concepto de lo       propio y lo extraño se debe, más bien, a adjudicaciones de legitimidad sobre diversas       tendencias estéticas que convienen a los sujetos enunciantes, pero que son recubiertas de       una propiedad nacional. Sólo un ejemplo: la elaboración del poema breve, donde cada       palabra se encuentra ahí representando un significado preciso, otorgaría particularidad       a la poesía chilena de esta última mitad del siglo. Su existencia es cierta y, por       supuesto, necesaria; su origen obviamente no es nacional sino, más bien, anglosajón. Su       primacía crítica desde los años sesenta ha ayudado a ocultar otras presencias. Junto a       Pezoa Véliz, Nicanor Parra, Armando Uribe, Óscar Hahn, Gonzalo Millán y Floridor       Pérez, existen Pedro Prado, Eduardo Anguita, Mahfud Massís, Alfonso Alcalde, Stella       Díaz Varín, Braulio Arenas, Enrique Lihn y Raúl Barrientos, que practican el poema       desde una perspectiva divergente. 
       Rosamel del Valle no sólo       pertenece sino que encabeza esa concatenación poética, por estos días apartada de los       centros valorativos de la crítica chilena. Permítaseme aquí invocar su espíritu, el       del más inencontrable de nuestros hermanos: 
       Rosamel Del Valle proviene sin       duda de tres poetas: Rainer María Rilke, T.S. Eliot y André Breton. Cada uno de ellos       actúa en diversos aspectos de su obra como telón de fondo, acentuados uno u otro por       periodos, y apareciendo con mayor o menor intensidad a lo largo de series y libros de       poemas. 
       Rosamel del Valle no fue un poeta       surrealista, al modo de Braulio Arenas en su primer periodo. Sin embargo, fue influenciado       por el espíritu del surrealismo más que de cualquier otra vanguardia histórica. Más       aún, en la superficie de su irrenunciable materia personal, aparecen de pronto los       procedimientos imaginísticos de Breton. Pero Rosamel puede ser contemplado a la luz de       esta comparación como un Breton sin manifiestos estéticos colectivos ni métodos de       escritura prefijados, por lo que se libra de Breton en el mismo momento que lo encuentra. 
       Coincide Rosamel del Valle con       Pablo Neruda en tener un antecedente común: Arthur Rimbaud, pero la lectura de Rosamel       resulta menos biográfica. Neruda, al decir el mundo se transforma a sí mismo en un mito,       el mito que nombra ("Yo estoy aquí para contar la historia"), el mito del poeta       que aún pervive entre nosotros y del que no han salido ilesos muchos de los poetas       posteriores, por presencia o por ausencia. El mejor ejemplo de aquello es Nicanor Parra,       el antipoeta, un poderoso tropo literario que le permitió librarse de la figura de       Neruda. Neruda es considerado lo propiamente nacional, pese a su triple lectura       extranjera: Quevedo, Withman, Buadelaire, pues mitificó también junto a su propia imagen       la de Chile, casi indisolublemente una de otra: siempre se encuentra su figura entre el       discurso y la realidad, casi siempre su yo se interpone, sea cual sea éste, entre la voz       y el escucha. Rosamel permanece libre del influjo de Neruda: al decir el mundo transforma       en mito al mundo, no a sí mismo, ni tampoco a una geografía en particular. Neruda no es       un solo sujeto, pero es uno en cada periodo de escritura. Rosamel es siempre otro. Quien       nos habla detrás de sus poemas puede calificarse como el sujeto más escurridizo de       nuestros contemporáneos. Aparece, nunca del todo; se esconde, vuelve a aparecer, pero       apenas lo percibimos. Fue más cauto y, a la vez, más generoso. Su imagen no es       ostensible y, por lo tanto, no está sometida al desgaste propio de los sujetos       beligerantes. Su desaparición de antemano deja ver aquello con lo que dialoga: la materia       poética y la existencia del mundo. El sujeto poético asumido como un constante otro es       para Rosamel la transgresión de la unidad como principio invariable de la continuidad de       la materia y del espíritu. No quiero discutir la centralidad de Neruda en ninguno de sus       pilares, nada más lejano de mi intención. Sólo quiero recordar que por encima de su       figura transida por la geografía, planea Vicente Huidobro y levita Rosamel del Valle,       preparado en todo momento a descender de la mano de Orfeo a las profundidades donde Neruda       se origina. 
       " [La poesía de Rosamel del       Valle] es un ejemplo a seguir por los poetas que a veces dudan de que han nacido para una       excursión enigmática dentro de la vida, para formular una interrogación que a veces no       vale tanto por la respuesta sino por el poder de la interrogación misma", declara       Humberto Díaz-Casanueva. Sin duda, lo que se puede leer entre líneas tras estas palabras       es la visión de Rosamel como un caminante, un danzante que construye su propio movimiento       hacia una casa menos ostentosa que la de sus compañeros de generación y las de sus       respectivos descendientes poéticos; una casa secreta. Una morada de lo desconocido, a       cuyo misterio sólo cabe una sola respuesta, una pregunta. Su obra como una invitación a       una conversación sin conclusiones. Una conversación infinita. 
       El pensamiento organizado y       preconcebido detrás de gran parte de la obra de Rosamel del Valle casi no existe como       pensamiento programático en sus niveles ideológico, estético y filosófico: nunca ésta       fue subordinada a alguna intención anterior al propio discurso. Sin duda hay un afán de       contemplar el universo como una construcción, al modo de Rainer María Rilke, pero su       diferenciación entre lo terrenal y lo celestial no es determinante. Arriba y abajo se       confunden y se superponen, y pueden ser habitados por criaturas de origen desconocido. El       coro de ángeles no se encuentra en el mismo sitio que en Las elegías del Duino de Rilke.       
       Humberto Díaz-Casanueva, quien       compartió con Rosamel búsquedas y posiciones estéticas, no es, como se ha querido ver,       un simple traductor de un pensamiento filosófico, pero en su poesía puede hallarse       transfigurado el paradigma existencial que aprendió de primera mano de Martin Heidegger.       Rosamel en ninguno de sus poemas llega a ser tan trágico como el Díaz-Casanueva de El       Réquiem, pero mantiene una mayor variabilidad de tonos sin nunca perder el destino de su       palabra: muchas veces es lúdico, incluso irónico. Los separa una diferencia radical de       tonos: Rosamel enuncia sus poemas con el constante telón de fondo del romanticismo, donde       la obra de arte representa una justificación de la existencia humana y una justificación       de sí misma, y al mismo tiempo una sublimación de la propia perecibilidad;       Díaz-Casanueva mantiene un tono trágico-existencial constante en gran parte de su obra       y, sin duda, en todas sus obras de madurez, sin otorgar espacio a esa redención.
       Rosamel plantea el desafío de       una escritura que no necesita de un sujeto estético excluyente para existir por sí       misma. No sabe en ningún momento, ni pierde tiempo en descubrirlo, si es rilkista-       intelectualista, si es un pequeño dios, si los poetas bajaron del olimpo, si el poema es       el vehículo de una comunicación. 
       Creo que el desafío que empieza       a aparecer desde las profundidades y las continuidades del secreto para la poesía de este       fin de siglo, y que será representativa de la del siglo que viene, es la figura de       Rosamel del Valle. Su obra trasciende la mezquindad en la representación de las parcelas       del territorio de la poesía, sus aprobaciones, excomuniones y advertencias: la división       sintagmática de los grupos, el rechazo a lo foráneo y al exceso del discurso. Su obra       pone a dialogar la poesía chilena con los mayores derroteros líricos contemporáneos y       se adelanta a los poetas más inesperados. Los descubrimientos formales de John Ashbery,       por ejemplo, uno de los últimos grandes líricos norteamericanos -enemigo de los       realismos y las antivanguardias de fin de siglo- están ya en Rosamel. 
       Rosamel del Valle representa para       mí una discreta sonrisa final en la máscara de la escritura y la máscara de la       personalidad, del personaje que habita los discursos poéticos de este siglo. Una sonrisa       irónica, piadosa y a la vez desafiante, que pregunta por el origen y lo ubica en todos       los sitios posibles, y que como Orfeo, padre de la música, desacentúa la importancia del       fin y se regocija en el tránsito. Una máscara que no tiene sexo ni edad, no defiende un       habla marginal, ni tampoco intenta desmoronar un discurso centralista, un poeta que no       representa el alma y el cuerpo como entes separados, que no ve como opuestos incompatibles       lo bajo y lo alto, que no sostiene a cuestas ningún mito de la juventud. Su obra se       encuentra en su propio centro. Sus poemas son exaltaciones sostenidas en la calma de una       retórica que subvierte y hace temblar el edificio de lo que llamamos retórica.
       Estoy seguro que con él se       toparán quienes pregunten ante las puertas del tiempo por la poesía chilena       contemporánea, y también quienes pretendan cercar su pertenencia y pertinencia en       términos de idiosincrasia, nacionalidad, ideología, novedad, poder, género,       generaciones, clase. 
       Aunque no sobrevivamos, podemos,       al olvidar por un momento la propia perecibilidad, estar tranquilos. Si entramos a la obra       de Rosamel del Valle habitaremos en la casa de la poesía, la casa del dormido: aquel que       con insuficiente lengua intenta decir la cantidad que se adhiere a sus oídos magnéticos;       aquel de los ojos cerrados. ¿Cuál es el canto de un dormido? ¿Qué versos calman su       sed? ¿Qué dicen los dormidos cuando no dicen nada? ¿Qué es una casa donde todos       duermen? Una interrogación que se incendia detrás de la conciencia, un estado de pureza       y al mismo tiempo de confusión, todo aquello que se mueve antes de que se abra el ojo de       las palabras. 
       Termino con los versos iniciales       del Orfeo de Rosamel del Valle, es decir, un final que es a la vez la invitación a un       comienzo: 
                "He aquí una fuente para         dormir, una claridad sin abrirse,
     Sola en el tallo del sueño.
     Bienvenido, viajero devorado que te asomas
     Ciego desde el agua a la tierra." 
       
        
       para Luz Ángela Martínez, Juan       Carlos Mestre y Rodrigo Olavarría