viernes, 9 de noviembre de 2007

AIDA MELLA


Por qué leer “La muerte de Iván Ilich”

De

León Tolstoi


“La muerte de Iván Ilich”, es una novela corta, del gran escritor ruso León Tolstoi, (1828-1910) publicada en 1886. La obra de Tolstoi, pertenece al movimiento artístico y literario que nació en la segunda mitad del siglo XIX llamado:”Realismo”. Movimiento literario, que se caracteriza porque sus representantes, reflejan en su escritura fielmente la realidad, lo cotidiano; empleando para ello un lenguaje coloquial y crítico frente a la sociedad de su tiempo; con personajes testimoniales que retratan cabalmente a las clases sociales existentes, los oficios, los problemas que les aquejan, el entorno donde viven, etc., es decir, la realidad, tal cual es, con los problemas propios de la existencia humana. Todas estas características están, magistralmente, desarrolladas en esta novela de Tolstoi.

La novela “La muerte de Iván Ilich”, es la narración del proceso que vive su protagonista, un abogado prestigioso, que ha alcanzado el éxito profesional y económico, luego de superar algunos obstáculos y de haber alcanzado cierto equilibrio en su vida familiar, cuando desarrolla una fatal enfermedad, que lo conducirá irremediablemente a la muerte. Es, en este proceso, que se cuestiona la vida “feliz”, que hasta ese momento cree haber tenido y se da cuenta, que todo su bienestar: económico, profesional y familiar que ha logrado, carece de valor y de ningún modo le evitarán el sufrimiento físico y emocional, ni la incertidumbre de no saber cómo afrontar la muerte que ve acercarse inexorablemente. Toma conciencia, mientras está postrado y en la soledad en que se encuentra, que la vida de los miembros de su familia sigue su curso y que él se ha transformado en un estorbo para ellos; que todos, salvo un criado, le mienten al decirle que sanará; que son incapaces de consolarlo y también, se da cuenta, cómo sus amigos y colegas, con los cuales se reunía constantemente, a jugar a las cartas, sólo esperan su muerte, para saber quién de ellos ocupará el sitial del alto cargo público, que dejará vacante. Pero el hecho de enfrentar a la muerte, es lo que más le preocupa, porque jamás había pensado en ella y se desespera y rebela, hasta que al fin entiende que debe aceptarla; y es, en este momento, cuando logra obtener alivio a su aprehensión y calmar sus terribles dolores, físicos y emocionales, que lo llevarán a morir en paz, con su entorno.

Leer esta obra, a más de alguno, nos hará reflexionar y meditar sobre nuestra propia vida. La obra en sí, es una gran reflexión acerca de la muerte y del significado de la vida.

Pienso, que la lectura de este relato ha sido recomendada por el Director del Taller, porque siendo una novela corta de Tolstoi, porque sí tiene novelas bastante extensas como: “La Guerra y la Paz” o “Ana Karenina”, entre otras, nos muestra la genialidad y maestría de su autor, para describir los diferentes sentimientos y sensaciones, que va experimentando su protagonista durante el desarrollo de la trama, no obstante, narrar un hecho tan cotidiano en la vida del ser humano, como es el tener que enfrentar a la muerte. En ella, también nos hace un retrato fiel del ambiente que rodea al protagonista. Además de poseer su escritura, una intensa fuerza expresiva, empleando para ello un lenguaje claro y directo, que da gran fluidez a su lectura y una poderosa tensión al relato, logrando hacernos partícipe del mismo. Todas estas cualidades, que caracterizan este relato hacen que sea una novela corta perfecta. Cualidades que también podemos encontrar, en toda la obra de este gran escritor ruso y que le han permitido trascender y ser considerado uno de los grandes escritores de la Literatura Universal, de todos los tiempos.

Son todas esas características, enunciadas en el párrafo anterior, sobre el relato corto: “La muerte de Iván Ilich”, de León Tolstoi, que hacen, que su lectura sea un referente genial de aprendizaje, para quiénes deseen escribir y lograr construir un buen relato.

jueves, 8 de noviembre de 2007

por Javier Bello


LA ANGUSTIA DE LAS INFLUENCIAS: ENIGMA TORNASOL.


"Cuando el pensamiento se desprende de sus raíces, el ser ve claro, interpreta en sí el sentido de un lenguaje simbólico o mítico que desea traducir este contacto. Hace lo posible por moverse en torno a esta lucidez y ordena el golpe que viene desde el país de adonde."

Rosamel del Valle

La tercera dimensión de la realidad es la palabra. Habitamos no sólo el tiempo y el espacio, sino también los parajes de la imaginación, y el tránsito inevitable entre ellos. La angustia de las influencias es un nombre que designa una de las experiencias estéticas fundamentales de un autor, un fenómeno que necesita de la lectura y dispone de las implicancias vitales que ésta representa. Se trata de un tránsito doble: en primer término la tergiversación que el yo real infringe a la obra y, en segundo lugar, la huella que las palabras de otro dejan como un residuo permanente en el que lee. La voz de alguien parece hablarte a ti detrás de las palabras.

Mis primeras lecturas fueron narrativas. Sin duda el espíritu de lo imaginario, el ángel necesario de Wallace Stevens, se encontraba allí, pero al mismo tiempo se alejaba en esas páginas tras una distancia que he vuelto a sentir en toda obra -cual más, cual menos- que pretende hacer participar al lector de una ilusión de realidad exterior. Detrás de esas palabras no había una voz que me hablara. Sólo creí oírla cuando me acerqué al primer libro de poemas que cayó en mis manos: el Romancero gitano de Federico García Lorca, editado en compañía del Cante Jondo. Inmediatamente supe que aquella forma de obrar con la palabra se dirigía a mí. Luego vinieron mis lecturas de Residencia en la tierra de Pablo Neruda y Poeta en Nueva York del mismo García Lorca, dos libros que continúan persiguiéndome hasta hoy, al igual que las figuras de ambos autores. Poco después aparecieron Vicente Huidobro y Arthur Rimbaud. Luego Pablo de Rokha, José Lezama Lima, Gonzalo Rojas, Pier Paolo Pasolini, Enrique Lihn, sólo por nombrar a los primeros.

Tardaría mucho en describir con precisión todo aquello que en esas lecturas fue para mí concreto y fundamental. Esas palabras entraron en mí como una fluencia continua de ritmos e imágenes sin la que nunca he escrito un poema que me parezca de algún valor. Una fuerza que habitaba los lugares que yo desconocía de mí mismo y los iluminaba haciéndolos propios, a la vez que los evidenciaba ajenos, ese sitio movedizo y extraño que desconocemos pero que nos expande y nos delimita y que muchos suelen nombrar con palabras aledañas al concepto de lo subconsciente, pero que yo llamaré voz. Esa fuerza aún desconocida hizo de mí otro, ese otro que a veces vuelve cuando yo lo llamo y también cuando no lo hago, a hablar por mí. Ese estado interior no me era totalmente desconocido, pero su materialidad había sido diferente. En la infancia de la prelectura solía poner atención a fenómenos que los que me rodeaban consideraban inútiles: silbidos, melodías, el ruido de la lluvia, del mar, el enigma de los árboles y el zumbido de los insectos se asemejaron después a esas formas: cadencias, prosodias, giros de lenguaje, imágenes, consonancias y disonancias provenientes de mis primeras lecturas representan en mi conciencia el instante de lo primordial, la fundación de mí mismo, y continúan siendo las únicas que intento emular hasta ahora, aquellas que oscuramente vuelven no a adornar una lengua poética sino a constituirla en su materialidad primordial. Pocas cosas se han agregado posteriormente a este pequeño reducto que fundamenta mi personalidad, fija en el lugar del asombro adolescente.

Si hablo de la influencia de algunos poetas en un poeta, al menos en mi caso, debo decir que antes que sistemas de pensamiento, proposiciones filosóficas, manifiestos estéticos, mensajes ideológicos, lo que ha permanecido en mí son esas partículas de las primeras lecturas, aquello que aún llamo poesía por una serie de elementos que reconozco: al mismo tiempo habitantes de mi interior que pobladores de un lugar distante. Las lecturas que permanecen en mí, aquellas que ya he declarado, no oscilan, como se ha dicho tantas veces, entre el desorden absoluto del discurso y la claridad que se transparenta para comunicar algo, las contradicciones más comunes y vulgares del pensamiento poético. El irracionalismo representa un modo de convivencia con la palabra de una radicalidad distinta, donde a un enigma, a una formación material misteriosa, se le otorga una forma estricta: el comportamiento del azar es de por sí inaprensible para los sentidos, pero cuando se establece de manera concreta se presenta como un fenómeno regido por una ley exacta, la "cantidad hechizada", como afirmaba José Lezama Lima, "esto y esto y esto" al decir de Juan Larrea. El poema como una maquinaria de origen desconocido, los engranajes de la oscuridad sólo visibles en su exactitud sin pauta, imanes donde el vértigo se pone en movimiento.

Poseo una confianza desmedida en la materia de lo desconocido que me habita. Las palabras de Juan de Yepes, llamado de la Cruz: "No te quieras solazar en lo que entendieres (...), sino en lo que no entendieres", ayudan a comprobar la inexistencia de los límites del territorio de la poesía, cuyas aduanas algunos declaran inexpugnables y otros describen como puertas hacia el país de la inexistencia, el vacío, la locura y la superstición. W.H. Auden, quien creía que el poema era una condensación de fuerzas desconocidas, escribe una de las alegorías más admirables, desde mi punto de vista, de la trasgresión necesaria a todo arte: el lector, el horror y el temeroso advierten al caminante sobre los peligros del paisaje que va a descubrir, cifrando el estigma en la frente del aventurero como un señuelo para los cazadores. "Fuera de esta casa. A ti, horror, es a quien buscan", responde el jinete a los aduaneros de turno "al dejarlos allí, al dejarlos allí". El viajero se aleja del poema y se pierde de vista. ¿Por qué no internarnos en la oscuridad y tomar distancia de tan afamados predicadores? Las únicas condiciones de representación y legibilidad de las que puedo dar cuenta dicen relación con el retrato detallado de la imaginación y la alteración de las percepciones ante las evidencias de una realidad revelada en su multiplicidad material.

Esas cadencias y esas imágenes que sobrevivieron en mí como silbidos o visiones se proyectaron sobre un paisaje, pero un paisaje del cual no contemplé la superficie sino la forma de su materia y el espíritu que allí duerme sin descansar. Desde mi primer poemario, La noche venenosa, publicado en Concepción en 1987, existe en mi escritura una fluencia desde lo irracional que desea descubrir y ponerse en contacto con esa fuerza reprimida en el cuerpo de la materia. Quizá ese movimiento premoral y multívoco de mi deseo -la identificación posible e imposible del sujeto con los sentidos, muchas veces indescifrables, que pueblan los cuerpos y las cosas- intente franquear uno de los abismos fundamentales que acompañan a la distancia entre palabra y objeto, la lejanía del sujeto con respecto a la realidad plural de lo existente. La poiesis se me ha revelado como un estado de por sí contradictorio, más bien, como el estado puro de la confusión. Un enfrentamiento constante que sostiene la tensión entre ese impulso y el obstáculo que crea su imposibilidad, es decir, entre lo que puedo llamar recuerdo del abismo de lo infinito y su anulación a través del nacimiento del sujeto a su propia condición histórica.

A partir de ese instante alguien existe como sujeto concreto, alguien que recuerda la totalidad y transmigra en la imaginación para ser otro. Paradójicamente, sólo la existencia otorga noción de este movimiento y de esa antigua unidad. Dentro de este ámbito existir puede ser una condenación. Al constituirse a través de la matriz de la forma, el sujeto se aleja del origen y debe comenzar a elegir, negándose a las demás alternativas, es decir, debe asumir el principio estable de la moralidad. El infinito se ha vuelto pérdida y la existencia se consuma en la linealidad. "Debe el hombre elegir entre perderse y salvarse; pero si elige está perdido", escribió el poeta José Viñals, desmantelando con un cínico silogismo la lógica existencial de la cohersión. En la mayoría de los poemas que he escrito creo haber encontrado huellas de esta condenación que precede a las opciones históricas: "si ya se derramó mi sangre en un nido furioso de riachuelos pardos,/ si ya se derramó mi sangre latiendo dentro de una arena que es mi propia sangre,/ si ya se vertió la leche de los hijos sobre la misma bandeja donde fueron devorados". Sin embargo, la pulsión que conduce a identificarse con la materia pervive en los subterráneos de la forma, la crea y la destruye: el "rayo fósil" de la persona. El sujeto deseante asume la devoración de todo aquello que lo rodea como un intento fallido de apoderarse de la totalidad por la palabra: "Cuánto amo todavía mis orejas como imanes de una fertilidad que no cabe en mi boca". Quizá, el terror a la inexistencia domina y conduce el movimiento principal de identificación con la materia que puede ser hallado, creo yo, en cualquier artista que haya encontrado el punto de fuga del azar. Para todos es evidente que lo que ahora es, pudo no haber sido o haber existido de otra manera. Severo Sarduy, por ejemplo, lee los signos provenientes de ese ámbito desde la historia hacia la posibilidad: "Como si de todos los jeroglíficos de la muerte el más angustioso fuera el de no haber nacido", escribe.

La voz poética, puedo afirmar a partir de mi experiencia de lectura y de escritura, proviene de un sustrato del deseo que no puede juzgarse en tanto moral e inmoral, sino que es anterior a ambas polaridades. El contacto con la materia de lo desconocido se encuentra en constante conflicto con la historicidad del sujeto. Cuando elige una forma y ésta le es otorgada, la voz se vuelve otra y se enfrenta con las formalidades preestablecidas de la lengua poética que la sostiene, de la cual sin duda ha provenido. El pensamiento que sostiene el discurso es su segunda víctima necesaria. El poema acepta sólo el pensamiento que su propia voz desarrolla. Cualquier intención previa del autor es expulsada. Si se acepta la voz del poema como un sustrato previo al pensamiento no comprometido con la materialidad de la palabra, se hace efectiva la trasgresión a un arte de la comunicación que busca construir un mensaje de lo preconcebido y espera de los receptores la aceptación de un material decodificable. La letra que sostiene la búsqueda de lo desconocido, el fundamento sin nombre, el huevo órfico donde se esconde el mundo, el tokonoma, imagen del vacío y de la plenitud, oscila entre la ilegibilidad y la revelación.

La autonomía de la obra literaria, una conquista estética de Óscar Wilde, fundamento de la poesía contemporánea, es, para mí, irrenunciable. Creo que el discurso poético no debe parecer real, sino que debe serlo: el poema constituye su propia realidad, la que, sin embargo, muchas veces es encubierta por el espejismo de las referencias. La experiencia citada se encuentra por el sólo hecho de ser invocada, dentro del poema. Intento llevar el fundamento de esa materialidad al extremo, donde toda referencia, incluso el significado estricto de cada palabra, sea imaginada en el discurso. No hablo de una voluntad experimental: se trataría de una ilusión técnica si se piensa que el sitio final de ese camino ha sido ya descubierto (pienso en los extremos a que llevaron al poema en nuestra lengua Vicente Huidobro, Rosamel del Valle y Juan Luis Martínez). Estoy convencido que no existe una naturaleza humana totalizante, pero creo que cada individuo posee una naturaleza particular. Del mismo modo no creo que exista una lengua poética de la que son deudores todos los poemas, sino que cada poema establece un código propio que representa su sistema y que luego se incorpora al ideolecto del autor. Desde este punto de vista he adoptado sólo una doctrina estética, que parte de la certeza de que aquello que escribo bajo la forma de un poema no me pertenece. Intento abandonar cada poema a su propia habla, me esfuerzo en descubrir aquella gramática que le otorga una naturaleza particular y obedecerla.

Si para algo debe servir una ocasión como ésta es para declarar la propia pertenencia y debatir sobre los alcances y posibilidades de cada estética. Comenzaré por hacer lo propio. Esas imágenes y prosodias que me otorgan materia, corresponden a poéticas que se construyen sobre lo que muchos han calificado como el exceso connatural a nuestra lengua poética, la lengua castellana. Creo que la grandeza de un proyecto estético no debe medirse a partir del logro o el fracaso de sus intenciones -uno de los pilares fundamentales de cualquier descalificación crítica- sino juzgarse en base a su productividad. Sin duda el español es rico en tales fracasos literarios: Luis de Góngora, José Lezama Lima, Juan Larrea, Vicente Huidobro, Rosamel del Valle, y además resumidero de grandes maquinarias de lenguaje también supuestamente fallidas según los cónsules de la posmodernidad y los edecanes del neoclasicismo: Saint John Perse, André Breton, Paul Celan y Ezra Pound. Mi prueba de fuerza fue y sigue siendo acercarme a esas enormes lecturas de nuestro lenguaje y desde allí constituirme. Devoración y asimilación. El primer límite que intento abordar es la propia lengua. La lengua materna es la que alberga al lenguaje en su materialidad sonora e imaginística más propia e intensa; no la traducción. Toda gran traducción ha sido posible, históricamente, gracias al dominio de la lengua que va a ser receptora de una nueva versión. Sin embargo, creo que Ezra Pound fue lúcido al declarar que la traducción, en un sentido amplio del término, es fundamental: la apropiación de las particularidades discursivas de la lengua extranjera ayuda a distanciar la perspectiva de la propia lengua.

Me someto a la sabiduría de Pound sobre esta materia para intentar deponer un mito de la crítica chilena contemporánea: se suele afirmar que la poesía chilena de este siglo constituye una sola línea tradicional unida por características estéticas independientes a los sucesos históricos que la componen. Sin duda es fácil descubrir continuidades, pero la diversidad de nuestra poesía sólo ha podido parecer una unidad independiente a través de un meticuloso trabajo de ocultamiento. Una vez más nos encontramos con aduanas y extranjerías. Muchos poetas pagaron -algunos lo siguen haciendo- el precio de las influencias extranjeras y de las relaciones con sus contemporáneos: Vicente Huidobro, Eduardo Anguita, Humberto Díaz-Casanueva, Braulio Arenas, Gonzalo Rojas y, por supuesto Rosamel del Valle, han sido calificados, no de muy buena manera, de excéntricos. Lo que quiero decir es que la poesía chilena de este siglo parece ser por sobre todo inseparable de los movimientos de la poesía contemporánea y sus particularidades son producto de cada uno de los sujetos que la conforman, no de una naturaleza general. El concepto de lo propio y lo extraño se debe, más bien, a adjudicaciones de legitimidad sobre diversas tendencias estéticas que convienen a los sujetos enunciantes, pero que son recubiertas de una propiedad nacional. Sólo un ejemplo: la elaboración del poema breve, donde cada palabra se encuentra ahí representando un significado preciso, otorgaría particularidad a la poesía chilena de esta última mitad del siglo. Su existencia es cierta y, por supuesto, necesaria; su origen obviamente no es nacional sino, más bien, anglosajón. Su primacía crítica desde los años sesenta ha ayudado a ocultar otras presencias. Junto a Pezoa Véliz, Nicanor Parra, Armando Uribe, Óscar Hahn, Gonzalo Millán y Floridor Pérez, existen Pedro Prado, Eduardo Anguita, Mahfud Massís, Alfonso Alcalde, Stella Díaz Varín, Braulio Arenas, Enrique Lihn y Raúl Barrientos, que practican el poema desde una perspectiva divergente.

Rosamel del Valle no sólo pertenece sino que encabeza esa concatenación poética, por estos días apartada de los centros valorativos de la crítica chilena. Permítaseme aquí invocar su espíritu, el del más inencontrable de nuestros hermanos:

Rosamel Del Valle proviene sin duda de tres poetas: Rainer María Rilke, T.S. Eliot y André Breton. Cada uno de ellos actúa en diversos aspectos de su obra como telón de fondo, acentuados uno u otro por periodos, y apareciendo con mayor o menor intensidad a lo largo de series y libros de poemas.

Rosamel del Valle no fue un poeta surrealista, al modo de Braulio Arenas en su primer periodo. Sin embargo, fue influenciado por el espíritu del surrealismo más que de cualquier otra vanguardia histórica. Más aún, en la superficie de su irrenunciable materia personal, aparecen de pronto los procedimientos imaginísticos de Breton. Pero Rosamel puede ser contemplado a la luz de esta comparación como un Breton sin manifiestos estéticos colectivos ni métodos de escritura prefijados, por lo que se libra de Breton en el mismo momento que lo encuentra.

Coincide Rosamel del Valle con Pablo Neruda en tener un antecedente común: Arthur Rimbaud, pero la lectura de Rosamel resulta menos biográfica. Neruda, al decir el mundo se transforma a sí mismo en un mito, el mito que nombra ("Yo estoy aquí para contar la historia"), el mito del poeta que aún pervive entre nosotros y del que no han salido ilesos muchos de los poetas posteriores, por presencia o por ausencia. El mejor ejemplo de aquello es Nicanor Parra, el antipoeta, un poderoso tropo literario que le permitió librarse de la figura de Neruda. Neruda es considerado lo propiamente nacional, pese a su triple lectura extranjera: Quevedo, Withman, Buadelaire, pues mitificó también junto a su propia imagen la de Chile, casi indisolublemente una de otra: siempre se encuentra su figura entre el discurso y la realidad, casi siempre su yo se interpone, sea cual sea éste, entre la voz y el escucha. Rosamel permanece libre del influjo de Neruda: al decir el mundo transforma en mito al mundo, no a sí mismo, ni tampoco a una geografía en particular. Neruda no es un solo sujeto, pero es uno en cada periodo de escritura. Rosamel es siempre otro. Quien nos habla detrás de sus poemas puede calificarse como el sujeto más escurridizo de nuestros contemporáneos. Aparece, nunca del todo; se esconde, vuelve a aparecer, pero apenas lo percibimos. Fue más cauto y, a la vez, más generoso. Su imagen no es ostensible y, por lo tanto, no está sometida al desgaste propio de los sujetos beligerantes. Su desaparición de antemano deja ver aquello con lo que dialoga: la materia poética y la existencia del mundo. El sujeto poético asumido como un constante otro es para Rosamel la transgresión de la unidad como principio invariable de la continuidad de la materia y del espíritu. No quiero discutir la centralidad de Neruda en ninguno de sus pilares, nada más lejano de mi intención. Sólo quiero recordar que por encima de su figura transida por la geografía, planea Vicente Huidobro y levita Rosamel del Valle, preparado en todo momento a descender de la mano de Orfeo a las profundidades donde Neruda se origina.

" [La poesía de Rosamel del Valle] es un ejemplo a seguir por los poetas que a veces dudan de que han nacido para una excursión enigmática dentro de la vida, para formular una interrogación que a veces no vale tanto por la respuesta sino por el poder de la interrogación misma", declara Humberto Díaz-Casanueva. Sin duda, lo que se puede leer entre líneas tras estas palabras es la visión de Rosamel como un caminante, un danzante que construye su propio movimiento hacia una casa menos ostentosa que la de sus compañeros de generación y las de sus respectivos descendientes poéticos; una casa secreta. Una morada de lo desconocido, a cuyo misterio sólo cabe una sola respuesta, una pregunta. Su obra como una invitación a una conversación sin conclusiones. Una conversación infinita.

El pensamiento organizado y preconcebido detrás de gran parte de la obra de Rosamel del Valle casi no existe como pensamiento programático en sus niveles ideológico, estético y filosófico: nunca ésta fue subordinada a alguna intención anterior al propio discurso. Sin duda hay un afán de contemplar el universo como una construcción, al modo de Rainer María Rilke, pero su diferenciación entre lo terrenal y lo celestial no es determinante. Arriba y abajo se confunden y se superponen, y pueden ser habitados por criaturas de origen desconocido. El coro de ángeles no se encuentra en el mismo sitio que en Las elegías del Duino de Rilke.

Humberto Díaz-Casanueva, quien compartió con Rosamel búsquedas y posiciones estéticas, no es, como se ha querido ver, un simple traductor de un pensamiento filosófico, pero en su poesía puede hallarse transfigurado el paradigma existencial que aprendió de primera mano de Martin Heidegger. Rosamel en ninguno de sus poemas llega a ser tan trágico como el Díaz-Casanueva de El Réquiem, pero mantiene una mayor variabilidad de tonos sin nunca perder el destino de su palabra: muchas veces es lúdico, incluso irónico. Los separa una diferencia radical de tonos: Rosamel enuncia sus poemas con el constante telón de fondo del romanticismo, donde la obra de arte representa una justificación de la existencia humana y una justificación de sí misma, y al mismo tiempo una sublimación de la propia perecibilidad; Díaz-Casanueva mantiene un tono trágico-existencial constante en gran parte de su obra y, sin duda, en todas sus obras de madurez, sin otorgar espacio a esa redención.

Rosamel plantea el desafío de una escritura que no necesita de un sujeto estético excluyente para existir por sí misma. No sabe en ningún momento, ni pierde tiempo en descubrirlo, si es rilkista- intelectualista, si es un pequeño dios, si los poetas bajaron del olimpo, si el poema es el vehículo de una comunicación.

Creo que el desafío que empieza a aparecer desde las profundidades y las continuidades del secreto para la poesía de este fin de siglo, y que será representativa de la del siglo que viene, es la figura de Rosamel del Valle. Su obra trasciende la mezquindad en la representación de las parcelas del territorio de la poesía, sus aprobaciones, excomuniones y advertencias: la división sintagmática de los grupos, el rechazo a lo foráneo y al exceso del discurso. Su obra pone a dialogar la poesía chilena con los mayores derroteros líricos contemporáneos y se adelanta a los poetas más inesperados. Los descubrimientos formales de John Ashbery, por ejemplo, uno de los últimos grandes líricos norteamericanos -enemigo de los realismos y las antivanguardias de fin de siglo- están ya en Rosamel.

Rosamel del Valle representa para mí una discreta sonrisa final en la máscara de la escritura y la máscara de la personalidad, del personaje que habita los discursos poéticos de este siglo. Una sonrisa irónica, piadosa y a la vez desafiante, que pregunta por el origen y lo ubica en todos los sitios posibles, y que como Orfeo, padre de la música, desacentúa la importancia del fin y se regocija en el tránsito. Una máscara que no tiene sexo ni edad, no defiende un habla marginal, ni tampoco intenta desmoronar un discurso centralista, un poeta que no representa el alma y el cuerpo como entes separados, que no ve como opuestos incompatibles lo bajo y lo alto, que no sostiene a cuestas ningún mito de la juventud. Su obra se encuentra en su propio centro. Sus poemas son exaltaciones sostenidas en la calma de una retórica que subvierte y hace temblar el edificio de lo que llamamos retórica.

Estoy seguro que con él se toparán quienes pregunten ante las puertas del tiempo por la poesía chilena contemporánea, y también quienes pretendan cercar su pertenencia y pertinencia en términos de idiosincrasia, nacionalidad, ideología, novedad, poder, género, generaciones, clase.

Aunque no sobrevivamos, podemos, al olvidar por un momento la propia perecibilidad, estar tranquilos. Si entramos a la obra de Rosamel del Valle habitaremos en la casa de la poesía, la casa del dormido: aquel que con insuficiente lengua intenta decir la cantidad que se adhiere a sus oídos magnéticos; aquel de los ojos cerrados. ¿Cuál es el canto de un dormido? ¿Qué versos calman su sed? ¿Qué dicen los dormidos cuando no dicen nada? ¿Qué es una casa donde todos duermen? Una interrogación que se incendia detrás de la conciencia, un estado de pureza y al mismo tiempo de confusión, todo aquello que se mueve antes de que se abra el ojo de las palabras.

Termino con los versos iniciales del Orfeo de Rosamel del Valle, es decir, un final que es a la vez la invitación a un comienzo:

"He aquí una fuente para dormir, una claridad sin abrirse,
Sola en el tallo del sueño.
Bienvenido, viajero devorado que te asomas
Ciego desde el agua a la tierra."

para Luz Ángela Martínez, Juan Carlos Mestre y Rodrigo Olavarría

RODRIGO PALOMINOS PRESENTACIÓN DE CESAR VALDEBENITO

La observación de la recurrencia regular de la armonía en el lenguaje de los espíritus poéticos, junto con la relación con su música, han edificado gran parte de la producción poética de Rodrigo Palominos. Es un sistema de formas de armonía y lenguaje, pero no es de ninguna manera esencial que el poeta acomode su lenguaje a esa forma tradicional para que se observe la armonía, que es el espíritu. Sin embargo, todo gran poeta debe, inevitablemente, innovar basándose en el ejemplo de sus predecesores según la mirada exacta de su peculiar versificación. Así podemos ver muy bien asimilado al poeta I. Bonnefoy, a Rilke, a su queridísimo J. A., y otros. Lo que nos da como resultado el esplendor de la imaginería de R. Palominos y la melodía de su lenguaje, las diversas pautas de su desafío, las que adquieren la máxima intensidad concebible en el notable poema Las Flores de Paulovnia.


















LAS FLORES DE PAULOVNIA EN LA CENIZA DEL SUEÑO


Como cuerpos que se tienden en la nieve
se tienden las flores de Paulovnia en la ceniza del sueño.
La ceniza del sueño que es el origen de la nieve.

Las flores de Paulovnia en los prados de la infancia
brillan, entre álamos blancos, que fueron los leños del fuego.

Las flores de Paulovnia en la ceniza del sueño brillan,
entre el mástil y el otoño, en la leve pupila de la proa.

Las flores de Paulovnia en la nieve brillan,
entre nichos vacíos, que fueron los álamos blancos.


LA UVA NEGRA RESPLANDECE


Recuerdo cómo era la mañana: un túnel interminable
Ahora, cerca de la tarde, vuelve el frío.

Afuera, en el jardín, la nieve.
Alguien hace crepitar las hojas del álamo.
Como una tela volante algo cae.

En la mesa grande la uva negra resplandece.



martes, 6 de noviembre de 2007

MARISOL MONTERO


COMENTARIO COMPARATIVO DE DOS OBRAS DE VALDEBENITO

Relectura sobre dos reflexiones de Marisol Montero

Valdebenito llevó el nihilismo más allá de todos los límites en su libro Urnas, dónde la imaginación alucinatoria del hablante usurpa su propia voluntad. Urnas representa el poder cognitivo de Valdebenito, mientras que el Jardín es su imaginación poética.

Urnas, cuya acción, gran parte, transcurre de noche, es también, metafóricamente, el más sombrío de los libros del poeta y pone en entredicho cualquier libre albedrío. ¿Se basa la sabiduría del libro en que el hablante podría haber hablado de otra manera? Cualquier poeta queda estupefacto ante el determinismo de Urnas. De manera bastante desesperada un crítico podría decidir que Urnas y El Jardín son dos partes separadas de una sola individualidad y quizás son las imágenes divididas de un solo prototipo, por desgracia eso complica las cosas al momento de enfrentar cada libro. Ni Job ni el Eclesiastés, ni la riqueza de las otras alusiones bíblicas de Urnas están presentes en El Jardín. Valdebenito, a la hora de escribir Urnas no quiso salir de su vacío cosmológico para meterse en el vasto mundo de El Jardín. Más que en El Jardín, Urnas es un viaje al interior, en el que el hablante es el corazón de las tinieblas. En Urnas el hablante ansía su perdición, en El Jardín palpamos La Energía del Goce Eterno. El hablante de El Jardín no puede dejar de exigir amor, con un exceso que desgasta, y destruye o mutila el espíritu de todo aquel que no ama. Es mucho más demencial que Aquiles matando a tantos en la Ilíada. Y, sin embargo, la poética de El Jardín es cercana a Homero.De manera muy distinta, en los dos libros hay una comunión entre la vida y la muerte. Así, la totalidad de estas dos obras, giran alrededor de un punto invisible que no se puede descubrir o definir, y donde la cualidad, característica de nuestro ser, colisiona con el inevitable curso de la totalidad de las cosas.

lunes, 5 de noviembre de 2007

MARTA TAPIA


PÓLEMICA ENTREGA DEL NOBEL DE LITERATURA 2007

Es preciso señalar que sólo once (11) mujeres han recibido el galardón desde que se estableció en 1901.

Este año el premio ha recaído en la escritora británica Doris Lessing quien ya cuenta con 87 años de edad. Cabe preguntarse ¿quién es esta mujer?

Ha sido difícil encontrar datos que resulten fidedignos y que logren dar una respuesta cabal a esta pregunta debido a que, en los diversos artículos revisados previamente, se observan impresiones y opiniones muy encontradas respecto a la Sra. Lessing. Partiendo por sus datos biográficos, se dice de ella que, “fruto de la época del imperio británico, Doris May Taylor nació en Persia, hoy Irán, en 1919”. En otro artículo se hace mención a su origen de la siguiente forma: “Hija de un oficial del ejército británico que perdió una pierna en la guerra y se enamoró de su enfermera en el hospital, Doris Lessing nació en Siria”.Desde 1937 vive en Inglaterra.

Por otra parte, la tendencia de la crítica ha sido relacionarla con el feminismo al punto de señalarla como un ícono de este movimiento, posición que, lejos de favorecerla, más bien se vuelve en su contra porque, de inmediato, se intenta descalificar su obra haciendo un análisis muy reduccionista de ésta por el tema que trata. La escritora siempre ha querido distanciarse del movimiento feminista. Situación que se evidencia en sus declaraciones diciendo: «cosa que nunca me ha gustado mucho», aunque sigue siendo feminista. «Las feministas de los años 60», explica, «estaban llenas de energía y podrían haber hecho muchas cosas. Sin embargo, esa energía se les fue casi toda en criticarse las unas a las otras. En cuanto (el feminismo) empezó a convertirse en movimiento político, de izquierda, por supuesto, empezaron a producirse cismas. En eso se fue casi toda esa energía». «¡Sentían tanto desprecio por las mujeres! Hablaban de las mujeres que no tenían una profesión como si no fueran más que una birria. Eso hizo mucho daño».

“No es que sea antifeminista. Es que creo que las feministas tienen los objetivos equivocados. La revolución sexual de la década del 60 está muy bien. ¡Pero pienso que las mujeres también podrían haber luchado por el mismo pago cuando cumplen el mismo trabajo que los hombres, por buenas guarderías y demás! Aun en la época victoriana, las mujeres salían a marchar y conseguían cosas concretas, como cambiar las leyes sobre la propiedad en el matrimonio. Hoy nadie hace algo así. El feminismo de los años 60 se disolvió en cháchara inútil”.

Respecto a sus inicios como escritora se dice que, ella fue autodidacta ya que a los14 años abandonó la educación formal que realizaba en Africa (Zimbabue). La premio Nobel indica que desde muy pequeña, siempre escribió publicando su primer trabajo a los siete años. Señala además que, no cree que en nuestra cultura sea poco frecuente que los jóvenes escriban, piensa que en su caso, lo único raro es que aún escribe a diario. Idealmente cada mañana, aunque siempre hay otras cosas que solucionar en su vida cotidiana y ya no tiene la misma energía que antaño.

Doris Lessing creció en Rodesia, Africa donde ella y su familia tuvieron una vida difícil marcada por una tierra estéril en un paraje rural y por el aislamiento casi total además de la pobreza hostil. Allí también fue testigo de la segregación racial. Todos estos elementos la marcaron y fueron fuente de inspiración, pero además se conjugaron para hacer de la escritora una mujer áspera y agreste, moldeada por una mentalidad de frontera, de límite del mundo. Su sueño era escapar de allí hacia la desconocida madre patria, Gran Bretaña, donde estaba su idea de salvación y hasta allí llegó para quedarse. Se casó y divorció en dos ocasiones, después de llegar a la conclusión de que el matrimonio no le convenía. De su primera unión, a los 19 años, tuvo dos hijos que se quedaron en África. Su segundo marido fue un comunista alemán de la línea dura, Gottfried Lessing, con el que tuvo un tercer hijo.

Su primera obra es la novela “Canta la hierba”, (1950), publicada un año después de llegar a Londres, en ella narra la aventura amorosa de la esposa de un granjero blanco con un sirviente negro, examinando la opresión racial en la colonia. La historia de su juventud inspira su primera saga, “Hijos de la violencia”, que abarca desde 1952 hasta 1969.

“El cuaderno dorado” (1962) es considerada su obra principal. Se trata de un libro de mil páginas que le dio la fama -premio «Médicis» de Francia a la mejor novela extranjera- y se convirtió en un referente en la lucha por la liberación de la mujer. Aquí relata la experiencia de una escritora de éxito que mantiene un diario de vida.

Señala una periodista que este libro “es un descenso a los abismos de la desintegración del yo, de la conciencia, de lo que nos hace humanos. Y es también, cosa que se olvida, una inquietante reflexión sobre el propósito de la escritura, sobre la imposibilidad de escribir y sobre las imposiciones del totalitarismo en el lenguaje”.

Se dice también de esta escritora que es creadora de una narrativa compleja, sus temas abarcan conflictos morales y políticos muy amplios, como las diferencias entre los sexos, el racismo, el terrorismo o la destrucción del medio ambiente. Ha cultivado una variedad de géneros, desde la saga, el cuento corto, la ciencia ficción o el teatro.

La señora Lessing pertenece al movimiento de periodistas, novelistas y dramaturgos británicos que en los años cincuenta dieron lugar a una de las generaciones literarias más fecundas e influyentes en ese país. Es autora de más de 40 obras, gran parte de ellas con un fuerte contenido biográfico arraigado en sus recuerdos infantiles de África y en sus desengaños políticos.

Su última obra y no menos polémica es “The Cleft” (La hendidura), en la que narra la historia mitológica de unas mujeres conocidas como las “clefts”, que viven sin necesidad de aventuras sexuales ni de hombres y que sólo dan a luz a niñas, hasta que su armonía se interrumpe ante el nacimiento de unos descendientes varones, los que llama “squirts”. Ambos nombres hacen referencia al aparato reproductivo (cleft: hendidura y squirts: protuberancia).

Su “capacidad para transmitir la "épica" de la experiencia femenina y narrar la división de la civilización con escepticismo, pasión y fuerza visionaria” justifica el fallo leído por el secretario permanente de la Academia Sueca, Horace Engdahl, quien afirmó que se trata de una de las decisiones «más meditadas» que esta institución ha tomado nunca.

En una entrevista dada en Londres, a los periodistas, en las afueras de su casa luego de ser notificada del premio, la Sra. Lessing recordó que en los años 60 la Academia Sueca, le mandó “a uno de sus secuaces para decirme que yo no les gustaba y que nunca obtendría el Nobel”.