Bellatín formuló cuatro preguntas al escritor chileno César Valdebenito
¿Qué nos puedes decir del tiempo de “El Amante de
Rememorar la época de “El Amante de
En cada “Amante”, hay una colección de secretos que no sabremos nunca y exhiben una violencia impecable, que puede extenderse al entorno. Pasábamos por períodos y en cada período, había una maquinaria humana que funcionaba como un engranaje y en muchas ocasiones, sencillamente, ese engranaje fallaba o no funcionaba, por razones imposibles de discernir. Recuerdo a Natalia Vogel, cada vez que publicaba algo, era como una confesión parecida a una mueca; los textos de Juan Herrera y de Damsi Figueroa; todos los ejemplos son intercambiables: David Preiss pudo ser Damsi Figueroa, y Herrera, Natalia Vogel. O al revés. Todos contra todos porque, incluso, la condición póstuma de algunos de esos textos, no aseguraba nada. Allí, la sorpresa era una forma de valentía; la futilidad, un asunto estético. Es, como dice Sandor Marai, “la sospecha de que esas bagatelas se convertirán en las piedras preciosas que estaban llamadas a ser”. De vez en cuando alguien me dice, que por ahora se le antoja, que tal vez sea mejor leer los pasquines que leer novelas. Más honesto. Más riesgoso. Más sano. Mal que mal, posee ese olor a camarín (donde la intimidad se propone como un paisaje a ser conquistado), que hiede como una forma de revancha, mientras convive con el egoísmo o la fascinación de una lengua distraída o concentrada sobre sí misma. Y en esos momentos, el pasquín se transforma en la posteridad incómoda, en la intuición de un secreto falso en la bruma, acaso en una revelación sumergida en el agua.
¿Quiénes más publicaban?
¡Muchos!: Leonardo Ojeda, Rodrigo Lira, Alejandro Zambra, Pedro Aldunate, Andrés Anwandter, Nicolaz Díaz, Alejandro Anabalón, Luís Rebolledo, Lebemel, etc, etc, etc…muchos poetas y por supuesto, también a cuentistas: Andrea Maturana, Marjorie Mardones, Italo Nochetti, María José Viera Gallo, es decir, a los que estaban escribiendo el palincesto de la literatura; muchos de ellos destacables; otros, definitivamente, descartables, pero aunque alguno de estos autores, fuera capaz de sobresalir, su mérito podía pasar desapercibido, sepultado por la variedad de las cosas y arrojado a la miscelánea general de la vida. El que perseguía la fama con su escritura, solicitaba la atención de una multitud veleidosa entre los placeres, o inmersa en sus negocios, o sin tiempo para las diversiones intelectuales; apelaba a jueces dominados por las pasiones, corrompidos por los prejuicios, que frustran la aprobación de nuevas obras. Algunos eran demasiado indolentes y nos leían porque se había cimentado la reputación; otros, eran demasiado envidiosos para promover esa fama.
Cada vez que se sacaba un “Amante”, la atención se disipaba, la memoria se sobrecargaba, la imaginación parecía coartada, la mente la ensombrecía las preocupaciones, el cuerpo languidecía por cada segundo que dejaba escapar por intenciones, que poco tenían que ver con el pasquín. Se trabajaba sobre un tema insulso, hasta que era demasiado tarde para cambiarlo; los pensamientos se difuminaban, la ansiedad se tornaba desmedida, y la apremiante hora de la publicación no permitía que el discernimiento lo revisara o borrara o redujera… nada es más evidente, que la decadencia de los años debe concluir con la muerte; y no obstante no hay nadie que no crea que puede seguir viviendo otro año; por esto mismo, no había nadie del pasquín que deseara que la publicación no sobreviviera otro año… Nada estaba asegurado, sin embargo ¿cómo podíamos distinguir el trabajo del pasquín, la vida literaria del pasquín y el pasquín? Habíamos inventado una vida literaria, podíamos registrar los acontecimientos todos los días y nadie, tan lejano como un lector, llegaría a distinguir la delgada línea entre los sucesos reales y la ficción, entre la ficción y la especulación sin forma; entre la especulación sin forma y ese magma literario que se fraguaba. Así, el tiempo pasó. El último año, el último día, llegó. Llegó y pasó. La vida de ese pasquín, que nos hizo la vida más agradable, tocó a su fin, y las puertas de la muerte se cerraron sobre nuestras esperanzas.
¿Fue una calamidad?
Estas son las calamidades, mediante las cuales la providencia nos hizo perder, gradualmente, el amor a la vida. La fortaleza podría repeler otros males y la esperanza mitigarlos, pero la irreparable privación, no dejaba nada con lo que mostrar resolución o halagar nuestras esperanzas. Nos enfrentábamos a todas las guerras posibles, hablábamos sobre la cultura contemporánea como resaca permanente, la mía y la de todos. Contemplábamos, cada semana, cada publicación como una catástrofe ya acontecida, sin negar parte de la culpa de ese caos o esa violencia. Desde luego, no pensábamos que se iba a morir. Pensábamos que el pasquín siempre iba a estar ahí, que nos atacaría con una nueva y violenta página que no leeríamos, pero que celebraríamos igual. Y, si en ocasiones, bordeábamos la caricatura, también éramos capaces de esbozar muecas aterradoras; era como sentirse al lado de la infinita tentativa fallida, de redactar la gran literatura chilena. Cada página consistía en una tierra fallida y yerma donde se redactaba la historia.
¿En fin, qué nos dejaron aquellas páginas literarias?
Allí, el sufrimiento apareció interpretado, en un momento el inmenso vacío literario apareció colmado; las puertas las abríamos ante todo nihilismo suicida. La interpretación de estas cosas –no cabe dudarlo- traía consigo un nuevo sufrimiento, más profundo, más íntimo, más venenoso, más devorador de vida. A pesar, de todo ello, el escritor y el lector quedaba así salvado, tenía un sentido leernos. En adelante, no era ya una hoja al viento, como una pelota del absurdo, del sin sentido, ahora se podía querer algo, por el momento era indiferente lo que quisiera, para qué lo quisiera y con qué lo quisiera; la voluntad misma estaba salvada. Allí había una risa fundida en una experiencia puramente estética, libremente hedonista y cognitivamente poderosa.
EN LAS IMAGENES FOTOGRAFÍAS DE CÉSAR VALDEBENITO